Influencia de la Ley Hipotecaria de 1861 y de la Ley Hipotecaria de Ultramar en Iberoamérica.
- 06/02/2006
- Internacional
A pesar de que la Ley hipotecaria de 1861 no llegó a regir en América, puesto que al tiempo de la independencia de todos los territorios continentales regía en ellos la Pragmática de 1768, y en los territorios insulares se aplicó la Ley de Ultramar, la influencia de nuestra primera ley hipotecaria fue notable, y pervive hoy en diversos Ordenamientos americanos.
En los Códigos civiles y en las leyes hipotecarias de Centroamérica -Guatemala, Nicaragua, El Salvador, Costa Rica, Honduras, Panamá- y también en los de Méjico y Perú, que mantienen, todos ellos, un sistema registral de inscripción declarativa y protección plena de terceros, como el español, pueden encontrarse literalmente transcritos preceptos de la Ley hipotecaria de 1861. Los hipotecaristas españoles no podrán leer sin emoción las palabras de la Exposición de Motivos del Código civil de Guatemala, de 1964, en que se dice que «la ley del Registro es la misma ley española» y que «cualquier dificultad en su interpretación puede salvarse acudiendo a la explicación tan detallada» de los autores españoles.
Pero en otros sistemas registrales, cuya configuración general se aparta del derecho español, la influencia de la legislación hipotecaria española es también perceptible. Así sucede en los sistemas de inscripción declarativa y protección limitada de terceros -Argentina, Bolivia y Paraguay-, y en los sistemas de inscripción constitutiva -Chile, Colombia y Ecuador-. La influencia de la ley hipotecaria española en ellos no alcanza a los principios básicos del sistema, pero sí a otros complementarios o secundarios: la prioridad, la rogación, el tracto sucesivo y la ausencia de eficacia sanatoria o convalidante. Quizá sea esta última regla -«la inscripción no convalida los actos o contratos que sean nulos con arreglo a las leyes», que no ha variado en España desde su formulación inicial en 1861- la que se repite con mayor coincidencia literal en los ordenamiento s hispanoamericanos.
Pero la influencia más extendida y, en definitiva, más importante y útil, de la legislación hipotecaria española en Hispanoamérica ha consistido en la creación de un lenguaje hipotecario común. Desde la terminología de la organización material del Registro -libros, asientos, anotaciones preventivas, notas marginales, cancelaciones-, hasta de designación de todos los principios hipotecarios, y de las actividades registrales -calificar (con la distinción entre faltas subsanables e insubsanables), inscribir, inmatricular, certificar-, pasando por todos los giros, expresiones y locuciones de la legislación hipotecaria, el idioma técnico en que se expresan los ordenamientos registrales español e hispanoamericanos es el mismo.
Es cierto que se producen algunas divergencias que pueden resultar llamativas -la «anotación preventiva por oposición», del derecho hondureño (art. 2.349 del C.c. de 1906), el «libro de matrícula» colombiano (arts. 20 y ss. de la ley 40 de 1932), el «Registro de interdicciones» de El Ecuador (art. 22 de la Ley del Registro de 1960), las «protestas de hipoteca» del derecho peruano (art. 1.042 c.c. de 1936), las «subinscripciones»de los derechos boliviano y chileno (arts. 32 y ss. de la Ley del Registro de Derechos Reales, de Bolivia, de 1887, y 88 del Reglamento del Registro Conservatorio de Bienes Raíces, de Chile, de 1857), el «Registro General de Inhibiciones» de Uruguay (arts. 31 y ss. de la ley 10.793, de 1946 )-. Pero tras el término localista hay generalmente una práctica o una institución conocida por los demás ordenamientos registrales.
LA CONSTRUCCIÓN COMÚN DEL REGISTRO FUTURO
El origen común de las regulaciones registrales y el instrumento común de un mismo lenguaje técnico permiten que se desarrolle una doble actividad: por un lado, la aportación de las soluciones a que ha llegado cada ordenamiento, según su propia evolución, para resolver los problemas; y por otro lado, la determinación de los criterios normativos que han de definir el Registro de la Propiedad del futuro.
El Registro es una institución destinada a dotar de seguridad al tráfico inmobiliario; así lo advirtieron expresamente los primeros textos registrales hispanoamericanos y españoles: el Acta del Cabildo de la ciudad de La Habana de 1632, afirmando que el libro de censos e hipotecas se crea «para que los compradores puedan poseer las haciendas con seguridad», y la Pragmática española de 1768 afirmando, de manera más indirecta, pero con muy bella fórmula, que «de la guarda y custodia de estos Registros depende la conservación de los derechos de todo el Reyno». Si esa es la finalidad del Registro, no hay duda de que para cumplida plenamente ha de reunir tres rasgos: ha de ser completo, ha de ser exacto y ha de ser público. Lo cierto es que los Registros de la Propiedad de España e Hispanoamérica no lo son plenamente: no son completos -porque existe una buena parte de propiedad no inscrita-, no son exactos -hay inexactitudes especialmente en la descripción física- y no son públicos -porque suelen imponerse restricciones, acertadas o no, a su consulta-. Con estas deficiencias, la protección dispensada no es plena. Es una tarea ineludible de los legisladores nacionales potenciar la integridad, la exactitud y la publicidad del Registro, porque en la situación actual las relaciones contractuales no pueden entablarse con plena certidumbre, y la función preventiva del Registro no se cumple en plenitud.
Vamos a examinar, pues, cómo velaba la primera legislación hipotecaria española por la integridad, la exactitud y la publicidad del Registro, cómo se recogieron sus criterios por las legislaciones hipotecarias históricas de América, y qué evolución se ha producido en la moderna legislación española e hispanoamericana. La cuestión no tiene un simple interés teórico, sino un notable interés práctico -social y de política legislativa-. La historia y el derecho comparado pueden iluminar las soluciones normativas que han de darse a los problemas que hoy presenta el Registro de la Propiedad. Para dar idea de la realidad de esos problemas, y de la vivacidad de los mismos, baste con apuntar dos datos: los usuarios del Registro no son sólo -ni son mayoritariamente, en nuestros días-los adquirentes de inmuebles, sino los acreedores personales: respecto de ellos el Registro actual no ofrece plena garantía de integridad ni de exactitud; por otro lado, la proyectada legislación española sobre bases de datos y protección de la intimidad -aunque excluye expresamente los Registros de seguridad jurídica- suscita la duda de si el Registro de la Propiedad debe informar ilimitadamente sobre los bienes inscritos, e incluso sobre el íntegro patrimonio de las personas -función para la que no fue concebido, puesto que su finalidad publicitaria inicial iba referida a inmuebles individualizados, como trataremos de demostrar con un breve recorrido histórico. Según la exposición de motivos del proyecto de ley, «el ámbito de aplicación se define por exclusión, quedando fuera de él, por ejemplo, los datos personales que constituyen información de dominio público, o recogen información con la finalidad, precisamente, de dada a conocer al público en general-como pueden ser los registros de la propiedad o mercantiles ».
La integridad registral no fue una meta de los legisladores de 1861. O al menos no lo fue en obra y sí lo fue en propósito: basta leer la exposición de motivos para darse cuenta de que la Comisión redactora tenía l convicción de que los cambios reales debían pasar por el Registro para producir efecto « La despreocupación española por la integridad del Registro no fue seguida por las legislaciones hispanoamericanas. Los más destacados codificadores del siglo XIX -Andrés Bello y V élez Sarsfield- abordaron resueltamente la cuestión. El primero introdujo la inscripción constitutiva: «se efectuará la tradición del dominio de los bienes raíces -dice el arto 686 C.c. chileno- por la inscripción del título en el Registro». Pero es necesario ir al «Mensaje al Congreso» que precede al articulado del Código para comprender el alcance de esta tradición simbólica registral: la inscripción sólo confiere la posesión. «Como el Registro está abierto a todos -se dice allí- no puede haber posesión más pública, más solemne, más indisputable, que la inscripción». La tradición registral equivale pues a la entrega de la posesión. Si el transmitente es dueño extrarregistral, se consumará el proceso traslativo. Si no lo es, actuará la prescripción en favor del poseedor inscrito.
Aunque la solución que se da al problema en el Código civil argentino es muy distinta que la incorporada al Código chileno, late también detrás de aquélla preocupación por la publicidad de los cambios reales. Al leer el comentario de Vélez Sarsfield al arto 577 sin fijar la vista en este precepto, parecería que el jurista argentino está propugnando la publicidad constitutiva; el razonamiento es rotundo -luego veremos por qué no lo es la conclusión-: «Por la naturaleza de las cosas, por una simple operación lógica, por un sentimiento espontáneo de justicia, por el interés de la seguridad de las relaciones privadas a que se liga la prosperidad general, se comprende desde el primer momento que el derecho real debe manifestarse por otros caracteres, por otros signos que no sean los del derecho personal y que esos signos deban ser tan visibles y tan públicos cuanto sea posible. No se concibe que una sociedad esté obligada a respetar un derecho que no conoce».
Sin embargo, a pesar del acierto de este razonamiento, Vélez Sarsfield no acude al Registro para dar pública noticia de las transmisiones inmobiliarias. En otro lugar de su comentario al Código civil -en nota al final del título dedicado a la extinción de las hipotecas- pone de manifiesto las razones por las que no atribuye al registro la función publicitaria constitutiva: la complejidad de la organización registral, la falta de experiencia sobre la institución, las deficiencias de la titulación, la dificultad de encontrar personas capaces de llevar los registros. Pero «las razones dadas por Vélez -como escribe el profesor argentino Guillermo A. Borda- no resisten el análisis». Y lo cierto es que los Registros eran tan indispensables -y las razones de Vélez Sarsfield en favor de la publicidad tan apremiantes-, que las provincias empezaron a crearlos por su cuenta, al margen del Código civil. La primera ley provincial fue la de la Provincia de Buenos Aires, que creó el Registro en 1879; pocos años más tarde, en 1886, la ley nacional lo organizó para la Capital Federal y, sucesivamente, las restantes provincias organizaron sus propios Registros. Hay que añadir que en la mayor parte de estas regulaciones locales la inscripción se configuró como obligatoria. "
Por vías distintas, como ha podido verse, los dos ordenamientos registrales más dispares de Hispanoamérica -el chileno y el argentinoabordan y resuelven el problema de la integridad del Registro: el Código civil chileno por la vía, no propiamente de la inscripción constitutiva, sino de la tradición simbólica registral; la legislación provincial argentina -y hoy la ley nacional 17.801-, por la vía de la inscripción obligatoria.
Pero, los demás ordenamientos registrales hispanoamericanos son también sensibles al problema de la integridad del Registro. Los que se alinean en el sistema de inscripción constitutiva resuelven ese problema dándole una solución de carácter sustantivo: para que se produzca el cambio real es necesaria la inscripción, por lo que no caben titularidades inmobiliarias extrarregistrales. De manera literalmente coincidente -y siguiendo la fórmula chilena de la tradición simbólica registral-, los Códigos civiles de Colombia y Ecuador disponen que «se efectuará la tradición del dominio de los bienes raíces por la inscripción del título...»(art. 756 c.c. de Colombia y arto 726 C.c. de Ecuador).
Pero también los ordenamientos que se encuadran en los sistemas de inscripción declarativa -sea con protección limitada o plena de tercerosrevelan la preocupación por la integridad del registro. En algunos casos la integridad se persigue frontalmente, a través de la inscripción obligatoria. Así, la Ley de Registros Públicos de Uruguay impone la presentación de los documentos en el Registro dentro de los quince días siguien tes a la expedición de la copia (art. 7). Para el caso de incumplimiento se impone «una multa igual al importe de los derechos de la inscripción» omitida (art. 8), además de la inhabilidad del documento público para servir de base a un otorgamiento notarial posterior (art. 15). Pero en otros casos, la integridad se procura por el medio indirecto de la inadmisibilidad de los títulos no inscritos por Oficinas y Tribunales, que los ordenamientos hispanoamericanos toman de la Ley hipotecaria de 1861. Si se repasa la fórmula del primitivo artículo 396, se verá que su texto, literal o con leves modificaciones, aparece en la legislación de Guatemala (art. 1.129 C.c.), El Salvador (717 C.c.), Costa Rica (478 C.c.), Panamá (art. 1.791 C.c.) y Paraguay (art. 15 de la ley de 3 de abril de 1871). Pero si se lleva a cabo el necesario «control sociológico» de las normas, que reclaman los comparatistas, se verá que la suerte de la inadmisibilidad en Centroamérica es semejante a la que ha corrido en España: no rige apenas en la práctica. Su función respecto de la integridad del registro es por tanto muy reducida.
¿Debe darse por resuelto el problema de la integridad del registro con una norma inaplicada? Es evidente que no. Es necesario abordar, en España y en Hispanoamérica, la deficiencia informativa del registro. La incongruencia de la situación actual es doble: de un lado, se articula por el legislador un sistema de seguridad jurídica -en el que está interesada la sociedad entera-, yal tiempo se deja a la decisión individual el someterse a él, el beneficiar o no a toda la sociedad; de otro lado, se establece un riguroso, complejo y articulado sistema de doble control de legalidad, que trata de evitar litigiosidad al tráfico inmobiliario, y simultáneamente se permite que los negocios jurídicos se desarrollen al margen de él, y sigan nutriendo la litigiosidad inmobiliaria.
Sin entrar en razones sustantivas, que llevarían dar al registro una función constitutiva -porque es la única institución publicitaria, atendidas las características de la sociedad occidental, que puede dar a los derechos reales su consustancial y necesaria publicidad-, resulta evidente que si la finalidad del registro es lograr la seguridad jurídica -y esto, como se ha visto, resultaba ya evidente en el siglo XVII-, y la seguridad jurídica es un valor que ha de presidir las relaciones sociales -garantizado constitucionalmente no sólo en España, sino también en diversos países hispanoamericanos-, la realización práctica o la no realización práctica de la seguridad en el ámbito concreto del tráfico inmobiliario no puede quedar a merced de decisiones individuales. La obligatoriedad no es, por lo demás, excluyente de la constitutividad -como lo demuestran los ordenamientos colombiano (cfr. arts. 756 y 2.673 C.c.) y ecuatoriano (cfr. arts. 726 C.c. y 68 Ley de registro e inscripciones de 1960), y, de manera aún más clara, el derecho de Brasil (cfr. arts. 530 C.c. de un lado, y 533 y 676 C.c. y 179 del decreto 4.857 sobre registros públicos, de otro)-; se trata, por el contrario, de una medida complementaria, y quizá también preparatoria de la segunda.
En el tema de la exactitud del Registro, es bien conocida la originalidad del sistema español, y, tras él, de la mayoría de los sistemas registrales hispanoamericanos. La Ley hipotecaria de 1861 no optó ni por la presunción plena de exactitud recogida en los ordenamientos germánicos de finales del siglo XIX, ni por la presunción limitada de la legislación francesa de la mitad de ese siglo. A lo largo de toda la ley, y en más de doce artículos, se formula dificultosamente -sin duda por la novedad de la materia- la regla de inoponibilidad que hoy contienen los artículos 32 y 34. Pero en esta vía intermedia escogida por la ley de 1861 el único protegido es el tercero adquirente de propiedad o de un derecho real limitado. Podría repetirse hoy el lamento de Antoine de Saint-Joseph en 1847: «los acreedores no pueden conocer por inspección de los registros el estado exacto de los inmuebles; su suerte está comprometida sin cesar...» (Concordance, p. XIII). Agravan la situación actual las características que perfilan el crédito, muy distintas en el pasado siglo que en las postrimerías de éste. Si en el siglo XIX la importancia del crédito hipotecario era mayor que la del crédito personal, en nuestros días esa relacÍón se ha invertido estrepitosamente: el crédito hipotecario constituye sólo una pequeña parte, que no supera el 14,5 por ciento de la inversión crediticia del sistema financiero español. El sistema financiero se ha desplazado, pero el Registro ha permanecido, en este punto, orientado hacia una sociedad ya histórica.
El acreedor no hipotecario no puede utilizar con plena seguridad el Registro, y si lo hace, el propio sistema se encarga de desvalorizar su posición: la anotación de embargo carece de la protección que debería dispensarle el sistema. Toda la diligencia que se exige al adquirente para que quede protegido frente a la hipoteca se le dispensa para que quede al abrigo de los embargos. Y el embargante puede ver frustradas sus expectativas judiciales y registrales por la aparición intempestiva de un propietario negligente. Aquí habría que alterar el aforismo clásico: «jura dormientibus obveniunt, non vigilantibus». Los derechos corresponden a los que duermen, no a los que permanecen en vigilia.
La influencia de esta insuficiente protección de los terceros se percibe con nitidez en las legislaciones hispanomericanas. Las viejas fórmulas de la ley del 61 -viejas en su dicción, vigentes en su contenido- están hoy vivas en los Códigos de Nicaragua (arts. 3.949 y 3.950), Costa Rica (art. 456), Panamá (arts. 1.762 y 1.763), Guatemala (arts. 1.146 y 1.147) Y Méjico (arts. 3.006 y 3.007) que las repiten literalmente, partiendo por ello también de la misma idea de que la fe pública supone una excepción a la falta de eficacia convalidante del Registro.
Pero la protección de los terceros es la consecuencia de la exactitud registral, no su causa. La causa o fundamento de la exactitud radica en la calificación registral y en el correcto reflejo de la base física de los inmuebles. La amplia fórmula de calificación del arto 18 de la Ley hipotecaria de 1861 pasó a la generalidad de los ordenamientos hispanoamericanos, con el mismo ámbito: las formas extrínsecas de las escrituras y la capacidad de los otorgantes. Por efecto de la Ley Hipotecaria de Ultramar, la calificación se extendió también, en Cuba y Puerto Rico, a los documentos judiciales, novedad que no se introduciría en España hasta pasado algún tiempo.
También los ordenamientos americanos que se han apartado del español en el aspecto más importante del régimen registral -es decir, los ordenamientos que corresponden al sistema de inscripción declarativa y protección limitada de terceros, y los que se adscriben al sistema de inscripción constitutiva- acusan, en lo relativo a la calificación registral, una clara influencia de la legislación hipotecaria española. Es el caso del derecho boliviano (art. 31 Ley del Registro), colombiano (art. D. L. 1.250 de 1970) y ecuatoriano (art. 8 Ley de Registro e inscripciones). Pero incluso los dos ordenamiento s que preconizan una calificación más restringida -los de Argentina y Chile- son objeto de una interpretación que va más allá de la dicción literal de los textos. Así sucede, en primer lugar, en el derecho argentino. Según el artículo 8 de la ley 17.801, de 1968, «el Registro examinará la legalidad de las formas extrínsecas de los documentos cuya inscripción se solicita, ateniéndose a lo que resulte de ellos y de los asientos respectivos». Como advierte Moisset de Espanes (Análisis del sistema registral de la República Argentina), en ningún momento se dice que la calificación se limitará a las formas extrínsecas, y precisamente por ello en otros preceptos de la ley se extiende la calificación a la legitimación del transmitente (art. 15), e incluso a la capacidad del mismo, pues si la ley exige calificar la capacidad atendiendo a los antecedentes del Registro, con mayor razón habrá de calificada atendiendo al documento mismo que ha de inscribir. Un fenómeno en cierta medida inverso se produce en Chile. Aunque alguna expresión lo enturbie, el arto 13 del Reglamento del Registro impone una calificación profunda: «el Conservador... deberá negarse si la La ley hipotecaria se aparta, con esta exigencia de interés para la consulta del Registro, de sus precedentes nacionales -el arto 1.585 del Proyecto de 1851 yel arto 32 del R.D. de 23 de mayo de 1845, que regula aspectos sustantivos de las Oficinas de Hipotecas-, y se aparta también del precedente extranjero que, como ha demostrado Díez-Picazo, ha ejercido mayor influencia en la primera ley hipotecaria española -el proyecto de ley sobre publicidad de derechos reales inmobiliarios del Cantón de Ginebra (su arto 278 permite la consulta registral sin limitaciones)-. La ley hipotecaria de 1861 acude a otras fuentes: como puede deducirse de las Concordancias de A. de Saint-Joseph, y también de los Comentarios de Pantoja y Lloret, publicados el año siguiente a la promulgación de la ley, los legisladores hipotecarios se inspiraron, al introducir la exigencia del interés conocido, en las legislaciones germánicas de Würtemberg (art. 61) y de Baviera (art. 24).
De todas las legislaciones hipotecarias hispanoamericanas, sólo la argentina ha recogido el criterio de la ley de 1861; según el arto 21 de la ley 17.801, «el Registro es público para el que tenga interés legítimo en averiguar el estado jurídico de los bienes...». Todas las demás, incluida la de Puerto Rico, en que estuvo vigente la restricción de la Ley Hipotecaria de Ultramar, abren el Registro sin limitación alguna.
Este alejamiento de las legislaciones americanas en materia de publicidad debe suscitar alguna reflexión. El tema del interés exigible para el conocimiento del Registro ha dado lugar estos últimos tiempos en España a alguna discusión, y es posible que por las derivaciones sociales del tema, ese debate se extienda: la prensa está utilizando -o tratando de utilizar- el Registro de la Propiedad para dar a conocer el patrimonio de personas públicas, y también las circunstancias de la adquisición de inmuebles concretos. Una reciente Resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado de 22 de febrero de 1991 ha confirmado el criterio del Registrador que negaba la publicidad de datos sobre un inmueble, solicitada con fines exclusivamente informativos, de difusión en prensa. Otra algo anterior -la R. de 12 de noviembre de 1985- había confirmado igualmente el criterio denegatorio del Registrador; en este último caso la resolución fue recurrida: la Audiencia confirmó la resolución, invocando el carácter restringido de la publicidad registral, pero el Tribunal Supremo la revocó; según el Tribunal, «1os fines perseguidos por la institución registral son múltiples, puesto que no se trata tan sólo de reforzar y asegurar la efectividad de los derechos inscritos, y de proteger al tercero que de buena fe confía en sus asientos, sino [que ha de servir] también de fuente de conocimiento para quienes tengan un interés en conocerlos». La evolución de las legislaciones europeas en materia de publicidad no ha sido paralela a la de las legislaciones hispanoamericanas. Los ordenamientos que exigieron en sus textos decimonónicos interés legítimo para la consulta lo exigen también hoy en día. La vigente Ordenanza inmobiliaria alemana, siguiendo el precedente de la Ordenanza de 1872, establece en su artículo 12 que «el examen de los libros está permitido a todo el que acredite un interés legítimo». «Interés legítimo -ha escrito recientemente Ernst Horber (Grundbuchordnung, mit der Ausführungsverordnung, der Grundbuchverfügung und der wichtigsten Nebenbestimmungen, München 1989)- es un concepto más amplio que el de interés jurídico. Es suficiente con que el solicitante esté movido por un interés que pueda estimarse razonable y justificado por las circunstancias. Interés legítimo tiene, ante todo, el titular de un inmueble o un derecho real inmobiliario. Pero también pueden consultar el Registro el que vaya a conceder o haya concedido un crédito a un propietario, el acreedor que pretenda embargar un inmueble, el abogado que necesita consultar los libros para resolver un asunto. También deben ser atendidos los intereses públicos, así como los intereses científicos, en especial los de carácter histórico». Estas líneas las hubieran suscrito sin duda los legisladores españoles del siglo XIX, preocupados sólo por excluir las que llamaron «pesquisas impertinentes». Pero el problema del interés legítimo sigue en pie, porque si bien hay supuestos claros en que concurre, y supuestos claros en que no existe -la. simple curiosidad, las finalidades ilícitas, los intereses comerciales, en cuya insuficiencia coinciden los autores argentinos y alemanes-, queda una amplia zona gris difícil de valorar. No es necesario insistir en la interpretación que invariablemente, aunque de manera más o menos explícita, se ha venido sosteniendo por los autores -interés legítimo es interés negocial-. Creo, sin embargo, que una atenta consideración de la finalidad misma del Registro puede arrojar nueva luz sobre el problema y descubrir una solución más matizada. El Registro es el instrumento actual de publicidad inmobiliaria, como lo fueron en otro tiempo los negocios públicos y solemnes, o los edictos, las proclamas y las robraciones. Quienes tenían conocimiento por esas vías de los cambios reales no eran sólo los directos interesados en los mismos -los acreedores de las partes, los futuros adquirentes, los prestamistas sino la sociedad ente ra. La ergaomnicidad de los derechos reales no excluye a nadie, abarca a todos los individuos que pueden entrar en relación con él, que viven en su entorno. Contemplado así el Registro, en su amplia función publicitaria, no parece que deba excluirse a nadie de su conocimiento por razón de interés.
Ahora bien, cuando se trata de informar del patrimonio total de las personas, la función publicitaria que el Registro de la propiedad hereda de otras formas de publicidad más rudimentarias actúa lógicamente de manera distinta. Al igual que los negocios públicos y solemnes, o los edictos, las proclamas y las robraciones no informaban a la sociedad entera del patrimonio global, sino de transmisiones concretas, lo mismo ha de suceder con el Registro. Su apertura ilimitada tratándose de los derechos sobre bienes concretos carece de fundamento tratándose de la totalidad de los bienes de una persona. Un examen detenido de la evolución legislativa de la publicidad «por personas» depara alguna sorpresa. La Ley hipotecaria de 1861 no permitió la información sobre el patrimonio, frente a lo que, sin excesivo rigor, se ha podido afirmar. El arto 281, n.o 3, sólo autorizó que se certificara, con criterio personal, sobre las inscripciones de hipotecas (confr. ese arto con el 12 de la misma ley; el sentido de la expresión inscripción hipotecaria como inscripción de hipoteca lo confirma Gómez de la Sema [La Ley Hipotecaria, comentada y concordada, 1862, tomo n, Diccionario y formularios, voz inscripción hipotecaria]), regla que era congruente con la propia organización del Registro: la Sección de Propiedad se llevaba por el sistema de folio real, mientras que la Sección de Hipotecas se llevaba por el sistema de folio personal (arts. 228 y 232). El criterio de la leyera claro y prudente, pero los comentaristas no acertaron a vedo así; escriben Galindo y Escosura (Comentarios a la legislación hipotecaria de España y Ultramar, 1891) que «en verdad no se comprende por qué no han de darse [certificaciones] de toda clase de asientos relativos a una persona. Importante es conocer las hipotecas constituidas y vigentes a favor o a cargo de una persona; pero no basta este solo dato para que se pueda apreciar su crédito territorial, y la Ley que tiene por objeto su desarrollo, no ha debido privar del medio de conocedo con toda seguridad.
Teniendo, pues, en cuenta ese objeto, no estando expresamente prohibido, y siendo regla de interpretación por todos aceptada, que donde hay la misma razón debe aplicarse igual derecho, creemos que aunque no comprendidas en la letra de la ley, pueden expedirse certificaciones de asientos relativos a determinadas personas, ya sean de dominio, de censo, o de cualquiera otra clase». Las leyes hipotecarias de 1869 y 1909 conservaron la misma regla en sede de publicidad « La evolución legislativa que se ha esbozado sobre la publicidad por personas no ha tenido reflejo en las legislaciones hispanoamericanas. En consecuencia, salvo las legislaciones que transcribieron en el siglo XIX el correspondiente precepto de la ley de 1861 (art. 281) -concretamente la Ley Orgánica de la Capital Federal de Argentina (art. 287) y la Ley hipotecaria de Puerto Rico de 1893 (art. 281), derogadas ambas en nuestros días, la primera por la ley argentina 17.801, y la segunda por la Ley hipotecaria de Puerto Rico de 1979-, la limitada publicidad «por personas»de nuestro Derecho histórico no dejó huella en Hispanoamérica, y no aparece hoy recogida en sus Ordenamientos.
Frente a la muerte de las utopías -una de tantas muertes que, con retórica y sin retórica, se han anunciado en este siglo-, hay que defender las que Roa Bastos ha llamado utopías concretas. Todo lo contrario de las invenciones fabulosas o imaginarias. Propósitos modestos, realizables, limitados. Son utopías contradictorias, porque, frente a la inexistencia geográfica que proclama la etimología, tienen un concreto lugar en que encarnarse, y pueden tener hasta fecha. Pueden incluso hacerse realidad. La raíz común del registro hispanoamericano, el idioma también en común la tarea de profundizar en la ónfi (lGión y en la eficacia de esa institución que, desde hace más de dos siglos, ha tratado de poner orden y seguridad en las tierras, en las fincas, en los campos que une -o separa- el océano.